Media hora más y estaría fuera, pensó una vez puso la pistola de la bomba de combustible en la máquina. Miró hacia el interior de la estación y notó que había poca gente, lo cual no era nada raro, después de todo, solo eran una estación de paso. Suspiró. Luego de pensar un poco en lo que haría cuando llegara a su casa, fue a su mesa de trabajo a contar el dinero otra vez y a dejar sus cosas en orden para no perder mucho tiempo a la hora de salir.
La gasolinera no era un lugar que cerrara, pasaba abierta veinticuatro horas al día, los siete días de la semana, por lo tanto, el que faltara media hora para las nueve no significaba que la gasolinera fuese a cerrar en ese momento, sino que otro entraría a cubrir su puesto, y no quería dejar un relajo por el cual al día siguiente lo regañaran. Quería tener todo en orden, absolutamente, no quería otro regaño más o tendría que buscar un trabajo nuevamente, y como estaba la cosa, eso no era una opción.
—Y lo pijiado es que ni siquiera quiere llover —dijo una voz masculina a su lado. El joven echó un vistazo a su izquierda y supo que se trataba del guardia de seguridad.
—Ah, sí, pero ¿Qué le vamos a hacer? Nos tocó así —contestó volviendo a lo suyo.
—Pero donde usted vivía ha de estar fresco ahorita, ¿Va?
—Jum, tal vez. No todos los días era frío, había días calientes, ya no es como antes —contestó el muchacho.
—Sí, hombre, es que está perro eso del calentamiento global.
—Sin pajas, pero bueno, la gente no quiere cambiar y es lo que nos toca. Pero tal vez llueve esta noche, veo que está como nublado y, por lo que he visto, cuando hace bastante calor, es porque va a caer sendo bombazo de agua.
—Dios lo escuche, Miguel, Dios lo escuche.
—No pierda la fe, don Julio, qué hombrecito más ruin, Dios mío.
El guardia se rió con lo que el muchacho le dijo y este respondió con otra sonrisa.
En ese momento, un carro llegaba a cargar gasolina.
—¿Le ayudo? —le preguntó don Julio a Miguel.
—No, no se preocupe, ya casi vamos a terminar, aquí es donde debo tener más cuidado.
—Dele, pues.
El guardia se alejó y Miguel fue a atender al carro.
Era un Honda Civic. Lo conducía una joven de cabello lacio y castaño, ojos claros y de anteojos, o eso fue lo que Miguel alcanzó a ver cuando la ventana polarizada del piloto bajó para que este sacara la mano para extenderle un billete de quinientos lempiras y las llaves del auto.
—¿Cuánto?
—Todo —dijo la muchacha, y Miguel sintió algo extraño en su voz, así como en su actitud, parecía no estar en sus cabales.
El muchacho tomó el billete y comenzó a hacer su trabajo de todos los días. “Quizás anda bola” pensó mientras ingresaba los datos en la máquina.
—Señorita, la máquina empieza en cero —le dijo a la muchacha.
Esta sacó un poco la cabeza del carro, Miguel pudo ver el rubor en sus mejillas y los parpados caídos, como si hubiese bebido unas copas de más.
—Está bien —dijo ella con el tono en el que hablan las personas ebrias.
Miguel meneó la cabeza y dejó que la bomba inyectara el combustible en el tanque. No era para nada raro que alguien así llegara la estación. Es más, era más común de lo que se pensaba, por eso sucedían muchos accidentes en las carreteras y calles, y también por el uso indebido del celular. Los distractores suelen ser el enemigo número uno de la sociedad, muchas veces sacan al ser humano de las cosas en las que debería estar enfocado y así pierde el norte. Y mientras pensaba atentamente en eso al tiempo que la bomba descargaba el combustible, un extraño sentimiento invadió su cuerpo luego de que una ráfaga de viento proveniente del oeste, pasara por ahí.
Miró a su izquierda, con dirección a la carretera que conducía a Tegucigalpa, luego miró el supermercado que había en la gasolinera, “La Estación” rezaba en el letrero sobre el lugar, y después echó un vistazo para buscar al guardia.
—¿Ya? —preguntó la muchacha desde interior del carro.
—¿Eh? —contestó Miguel, saliendo de su trance.
—¿Qué si ya terminó?
Miguel miró la máquina, esta había terminado su trabajo. El chico devolvió la pistola al estuche y cerró la tapadera del combustible. Le entregó la llave a la muchacha y ella la tomó enseguida.
Cuando Miguel volvía a su mesa de trabajo, dejando a la muchacha sola, un estruendo lo hizo volver la mirada al oeste, a la carretera que salía hacia Tegucigalpa, y no solo él había vuelto su vista hacia ahí, también sus compañeros lo hicieron.
—¿Qué fue eso? —preguntó don Julio llegando hasta Miguel.
—No lo sé.
Y de pronto, todo se volvió silencioso, como si el sonido del mundo se hubiese apagado.
Miguel prestó mucha atención a todo lo que pasaba, como si sus sentidos se agudizaran en aquel momento, y percibió que el viento había dejado de soplar, los animales alrededor y el sonido de la música y los autos dejaron de viajar por el ambiente y solo algo se quedó ahí: el aterrador silencio.
Sin embargo, aquello duró solo unos segundos, y habría preferido que se quedara así, porque lo que vino después del silencio, fueron unos horripilantes gritos que se alzaron al cielo.
—¿Qué… es eso? —preguntó uno de los compañeros de Miguel al acercarse a este.
—Ni idea, loco —contestó Miguel mirando al cielo.
Las nubes en la lejanía brillaban de tanto en tanto por los relámpagos en su interior y un extraño frío inundó el ambiente. El ruido, que era parecido a unos gritos, se incrementó y todos fueron invadidos por el miedo. Don Julio, que se paró junto a Miguel, corrió a la carretera y desde ahí observó la misma hacia Tegucigalpa. Todo estaba oscuro, salvo por las zonas donde había focos iluminando la noche.
Miguel corrió junto al señor y miró en dirección al centro de la ciudad y después al otro lado. No entendía lo que estaba pasando. El ruido seguía incrementándose, pasando de ser aterrador a ser un tanto estresante. La temperatura bajó un poco más y entonces un automóvil se paró junto a ellos en la salida de la gasolinera.
—¿Qué está pasando? —preguntó una voz femenina.
El joven miró a su lado y se trataba de la chica ebria de hace un rato.
—No lo sabemos, no sabemos de dónde viene ese ruido.
—¿Cuál ruido?
—Ese ruido, ¿No lo escucha?
La muchacha miró confundida al chico y después sonrió nerviosa.
—No…
Miguel miró a don Julio y este alzó los hombros sin entender del todo lo que estaba pasando. La joven meneó la cabeza.
—Bueno, hasta luego —dijo sin más. Subió el vidrio del auto y arrancó, yéndose de ahí.
Ellos se quedaron, oyendo como poco a poco el ruido bajaba solo para escuchar las sirenas de la policía acercarse. Ambos, aunque también sus compañeros lo hicieron, vieron en la carretera hacia el centro de la ciudad, que varias patrullas se dirigían a toda velocidad hacia Tegucigalpa.
—¿Qué estará pasando? —preguntó un compañero de Miguel por lo bajo.
Y antes de siquiera alguien intentar responder, salieron de la duda.
¡Bang, bang, bang!
Unos disparos irrumpieron con violencia en el silencio de la noche y lo que parecía algo tranquilo, pronto se volvió un caos. El sonido del mundo y la música de las casas cercanas cambió por gritos y disparos y de la nada, todos vieron como unas patrullas volvían por la carretera hasta la gasolinera, donde se plantaron a mitad del asfalto. Algunos oficiales se bajaron y corrieron hasta los bomberos.
—¡Vayan a sus casas ya!
—¿Qué está pasando, oficial? —preguntó don Julio al policía.
—No haga preguntas, señor, váyase ya, por favor —dijo el policía.
Y en ese momento, unos gritos y unos rugidos se escucharon por todo el lugar y los disparos sucedieron al relajo. Miguel y sus compañeros se tiraron al suelo y entonces vieron como algunos automóviles corrieron por la carretera, evadiendo a las patrullas y volvieron al centro de la ciudad. Uno de esos resultó ser el Honda Civic de la chica ebria.
—¡Váyanse de aquí ya!
Ni zonzo ni perezoso y tras ver como otros policías sacaban a toda la gente del supermercado, Miguel se fue de ahí. Mientras lo hacía, junto a otros de sus compañeros, fue testigo de cómo más patrullas venían del centro de la ciudad para apoyar a los que ya estaban ahí. Pasaron junto a las patrullas que se hallaban frente a la gasolinera y algunas se detuvieron para bajar a unos cuantos policías, mientras las demás continuaban su camino.
Sin más por hacer o decir, Miguel se fue corriendo en dirección a la ciudad. Vivía muy al centro y siempre que viajaba para su trabajo, debía tomar un taxi, pero en vista de que la situación requería que se fuera de ahí lo más pronto posible, no tenía de otra más que correr a pie.
Y en lo que se alejaba del lugar, algo retumbó en sus oídos.
¡Boom! ¡Boom!
Se giró y vio unas llamas y unas columnas de humo elevarse a los cielos.
—¿Qué mierda está pasando? —susurró.
Al bajar la vista, notó que uno de sus compañeros corría hacia la zona del desastre, con celular en mano, grabándolo todo.
—¡Vámonos! ¡Miguel, vámonos! —escuchó unos gritos en la carretera y al girarse, vio que se trataba de don Julio en una bicicleta.
Sin pensárselo dos veces, el chico corrió hacia el señor y pidiéndole que se bajara, se montó a la bicicleta y le pidió al señor que se subiera a los diablos. Ni zonzo ni perezoso, don Julio hizo caso y ambos arrancaron de ahí, observando de tanto en tanto como la policía y los militares abrían fuego contra quien sabe qué cosa. Lo único que pudieron distinguir entre aquel relajo, fue el rugido de unas extrañas criaturas que se confundían con la oscuridad de la noche.
Y tan pronto avanzaba por la carretera oscura, más y más automóviles iban llegando a la escena del desastre. Primero fue un camión de bomberos y luego dos convoyes de militares. Pronto la zona estaba siendo cerrada de par en par, y nadie sabía de qué se trataba. Miguel se apartó de ahí lo más rápido que podía y antes de darse cuenta, estaba llegando a la rotonda que servía de desvío hacia Coyolito. El panorama no pintaba para nada bien, había una fila de carros que parecía casi una protesta.
—Bájeme aquí, bájeme aquí —le dijo don Julio a Miguel tocándolo repetidas veces en el hombro.
El muchacho se detuvo y miró a su alrededor, había muchas personas en la calle y varias de ellas se preguntaban qué estaba pasando al ver las columnas de humo, otros solo huían del lugar.
—¿Qué está pasando? —preguntó Miguel a don Julio.
—Quién sabe, hijo, pero escuchó cómo rugían esas cosas.
—¿Qué cosas, don Julio?
—Esas cosas a las que le disparaba la policía, ¿No las vio?
Y aunque sí lo hizo, algo en su interior lo obligó a negar con la cabeza.
Don Julio sonrió.
—Mire, joven, vuelva a su casa pronto, lo más pronto que pueda. Yo vivo aquí cerca y ando armado, lo que sea que había en esa carretera, no voy a dejar que me lleve —dijo el señor viendo como muchas de las personas que estaban en la rotonda y en la gasolinera llamada Ruta 15, se asomaban a la carretera para ver qué estaba pasando más allá.
—¿Por qué me dice eso? —preguntó Miguel confundido.
—Llévese la bici, pedalee y no se detenga hasta que llegue a su casa.
—Pero…
—Hágalo, Miguel, apúrese…
—¿Qué está pasando, don Julio?
—No lo sé, hijo, pero tengo miedo, tengo mucho miedo. Mi mamá decía que un día vendría el día de juicio final y que los demonios andarían en la tierra.
—¿Qué está diciendo, señor?
—No me pare bola, hombre, y váyase.
—Bien, bien, ya me voy.
—Apúrese, apúrese.
Y mientras el señor se alejaba por el desvío de Coyolito en una carretera más oscura que la que atravesaron, el muchacho se subió a la bicicleta y echó un vistazo al camino por el que vinieron. No alcanzaba a ver nada más que la fila de automóviles, las luces de la policía y más allá, unas columnas de humo negro y rojizo que se elevaban al cielo.
En ese momento hubo un apagón y todo se quedó a oscuras.
Continuará…
Autor: Danny Cruz.
Revisión: S. N. / D. C.